El taller del diálogo
di Juan Villoro

Dotado de una vocación inquebrantable, Massimo Rizzante tiene muchos modos de ejercerla. Es poeta, ensayista, traductor, profesor de literatura comparada en la Universidad de Trento; con Milan Kundera, a quien ha vertido al italiano, edita la revista L’Atelier du Roman (El taller de la novela). Su forma de abordar la textualidad desde muchos ángulos recuerda las lecciones que Günter Grass recibió de la escultura. El autor de El tambor de hojalata hacía grabados y dibujaba para distraerse de las fatigas de escribir de pie, apoyado en un púlpito. El punzón y el lápiz le permitían precisar rasgos de sus protagonistas (sobre todo cuando se trataba de animales como el rodaballo, la ratesa o los sapos que croaban malos presagios). Pero fue en la escultura donde encontró una forma peculiar de entender la novela. Trabajar con relieves exige estudiar un objeto desde distintas perspectivas. Las novelas de Grass siguen una lógica escultórica; cada capítulo representa un modo diferente de acosar la misma realidad.
También Rizzante entiende el texto como algo que debe ser abordado desde distintos ángulos. No sería un ensayista tan original si no se dedicara con idéntica pasión a la poesía, la academia, la traducción o el trabajo editorial. Este libro es producto de una actividad que acaso condense a todas las anteriores: el diálogo. Rizzante ejerce el modo socrático para reflexionar sobre autores a los que ha leído durante muchos años, pero no se limita a interrogarlos; construye con ellos un ensayo a dos voces.
Las literaturas que le interesan son tan variadas como los géneros que practica. La inmensa mayoría de los escritores tiene una relación “ombliguista” con su cultura, provocada por la ignorancia provinciana de lo que sucede lejos y el deseo de ocupar un sitio definitivo en la tradición local, ser una estatua en el centro de la plaza.
Rizzante, por el contrario, es un expedicionario de la inteligencia, abierto a las sorpresas que deparan las lejanas orillas de la imaginación. En Islandia, conversa con Gudbergur Bergsson; en Japón, con Kenzaburo Oé; en la fantasía, con el fantasma de Italo Calvino.
George Steiner sugiere que toda literatura es, por definición, extraterritorial, pues pone en tela de juicio las convenciones y los lugares comunes que definen a un país. Rizzante ahonda esta certeza, convencido de que todo autor de relieve mira su entorno en forma oblicua y así lo renueva en forma crítica. Resulta significativo que al conversar con escritores de su lengua (Goffredo Parise, Gianni Celati, Italo Calvino) se interese sobre todo por el modo en que ellos se relacionan con otros culturas, es decir, por el modo en que traducen lo ajeno para asimilarlo a su concepción de la escritura.
En el primer pasaje del libro, el poeta y profesor de Trento viaja a la zona arqueológica de Tula, al norte de la Ciudad de México. Ahí contempla los atlantes esculpidos por los toltecas que inspiraron uno de los textos más singulares de Calvino, “Serpientes y calaveras”, incluido en el libro Palomar. Es difícil acercarse a una civilización para la que no hay claves de acceso nítidas. Calvino sube a las pirámides acompañado de un especialista. Escucha sus explicaciones de manera atenta, en silencio, con “una humildad que es consciente de no tener”. Acostumbrado a descifrar signos y a extraviarse en el bosque de la semiología, el autor de El castillo de los destinos cruzados hace un esfuerzo para convertirse en discípulo. Con tensa disciplina, asume la condición de una hoja en blanco que aguarda ser llenada de sentido. Su acompañante le ofrece una explicación erudita de la cultura tolteca y su cosmovisión saturada de simbología. Ahí todo parece representar otra cosa: un conejo es una máscara que es un dios que es una profecía. A través de estas explicaciones, Calvino cree acercarse al enigma de esa esquiva civilización. Acto seguido, encuentra a un maestro de escuela que guía a sus alumnos por las pirámides y ante cada inscripción en la piedra comenta: “No se sabe qué quiere decir”. De pronto, esta manera de acercarse al pasado le parece más válida: “El rechazo a comprender lo que estas piedras muestran es, tal vez, el único modo posible de mostrar respeto hacia su secreto; intentar adivinar es mera presunción, una traición al verdadero significado perdido”.
En sus conversaciones, Rizzante se sirve de las dos vías de conocimiento propuestas por Calvino en “Serpientes y calaveras”. Es un comentarista autorizado, que conoce a fondo la obra de sus interlocutores, pero también alguien dispuesto a la sorpresa, que sabe guardar silencio para que el otro transmita sus misterios. Al preguntar opera como el acompañante de Calvino que conoce el mundo antiguo; al oír, como el profesor que, desde el asombro, respeta el enigma de los otros. Acercamiento y repliegue: dos modos de entender. Ningún género se presta mejor que el diálogo para esta doble operación.
En su libro No somos los últimos (publicado en esta misma serie), Rizzante expresaba su hartazgo ante el vacío de la sociedad contemporánea, abismada en el consumo y los lenguajes superficiales y fugaces. ¿Podemos abandonar el laberinto de la modernidad donde todo resulta evanescente? Diálogos de la forma perdida responde de manera constructiva a la desencantada visión de la cultura contemporánea planteada en No somos los últimos. A contrapelo de los mensajes inocuos que circulan a diario en millones de teléfonos celulares, en el resistente acto de conversar surgen ideas que merecen ser defendidas.
“Nunca supe en qué dirección iba la nave que era yo mismo”, dice Kenzaburo Oé, quien siempre se ha considerado un autor periférico. Los interlocutores de Rizzante no hablan desde una certeza absoluta; se experimentan, se ensayan a sí mismos, viajan sin brújula. Su fuerza deriva de esa valiente incertidumbre. En ese sentido, los diálogos son un taller de autoconocimiento que desemboca en una productiva indefinición. El escritor nunca es algo definido; se aproxima a sí mismo, sabiendo que la distancia a la meta es infinita. Por eso Juan Goytisolo recuerda la provechosa observación de Jean Genet: “Si se conoce con antelación el punto de partida y de llegada, no se puede hablar de una empresa literaria, sino de un viaje en autobús”.
La literatura requiere de aislamiento para ejercerse y con frecuencia es considerada como el oficio más solitario del mundo. Sin embargo, ese “estar aparte” no es tan radical como podría sospecharse. Gudbergur Bergsson ofrece una interesante lección al respecto. Nacido en una de las zonas más apartadas de Islandia, un pueblo de pescadores rodeado de mar, lava y una llanura de césped, nunca tuvo conciencia de estar al margen de los otros: “La idea de aislamiento no formaba parte del mundo de los supuestamente aislados”. Sólo quien pertenece a una comunidad gregaria, densamente poblada, supone que aquellos que viven lejos están aislados. En el fondo, la soledad del escritor se asemeja a la de esos pescadores de la última playa de Islandia; practican un apartamiento que no es consciente de sí mismo. En su habitación, el autor está y no está solo; dialoga mentalmente con sus personajes y las lecturas que lo han llevado hasta ahí.
Con sutileza, Rizzante logra que sus conversaciones prolonguen el soliloquio que el novelista sostiene consigo mismo mientras escribe. No hace preguntas “fuera de campo”: todo se centra en la escritura y las ideas que permiten concebirla. Milan Kundera habla de la “poética antilírica” que determina sus novelas; Gianni Celati del papel imaginativo del recuerdo (la memoria le parece menos un archivo donde el pasado se almacena que una “capacidad figurativa”); Goffredo Parise de la “negligencia productiva” del artista, y José Saramago de la necesidad de poner en entredicho los límites de toda estética para lograr, por ejemplo, que la novela acepte un impulso ensayístico.
A su manera, Rizzante ha escrito un Libro de los libros. En los diálogos también comparecen autores que no han sido entrevistados, pero habitan la mente de quienes aquí hablan, lectores de excepción que dialogan a través del tiempo con sus predecesores. Juan Goytisolo hace una apasionante defensa de La lozana andaluza y Carlos Fuentes contagia su entusiasmo por Los sonámbulos de Hermann Broch. En esta tertulia a nueve voces aparece, una y otra vez, la noción de límite. Crear significa expandir el horizonte, pero también reconocer obstáculos infranqueables. Kundera encomia la poética de la objetividad de Kafka, que le permite escribir sueños desprovistos de adornos líricos. Sin embargo, aún para él hay límites: “Imagina por un momento que Kafka estuviera obligado a escribir una saga familiar o una novela histórica sobre María Teresa: como cualquier mal estudiante, no aprobaría el examen”. La tarea del genio depende, en buena medida, de circunscribir su área de acción.
Bitácora para recorrer las aguas sin mapas de la imaginación literaria, Diálogos de la forma perdida alude en su título a una variante amenazada del trato cultural. Si en el siglo XVIII se publicaban Enciclopedias de la Conversación para estimular el arte de aprender hablando, el naciente siglo XXI parece aquejado de un autismo que aísla a los individuos de los demás, pero sobre todo de sí mismos, y donde la realidad no ocurre entre las personas sino en la trémula superficie de una pantalla. Massimo Rizzante es consciente de ese contexto, descrito con agudeza en No somos los últimos, pero no está aquejado de nostalgia. No conversa para recuperar una elegante tradición antigua. Sus diálogos son un acto de presencia en un doble sentido, una manera de intervenir en el espacio y en el tiempo. Al encontrarse, dos mentes descubren ideas a las que no podrían llegar por separado, y este peculiar contacto también incide en la percepción del tiempo: lo que aquí se dice modifica el presente y le abre paso a las formas del futuro.

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